La generalización de las lavadoras mecánicas y automáticas en los domicilios, a mediados del siglo XX, trajo consigo la desaparición del oficio de las lavanderas, una de las ocupaciones más duras y molestas que han existido, y que siempre han llevado a cabo las mujeres. Entre las tareas que las mujeres llevaban a cabo en sus hogares, además de la crianza y el cuidado de los hijos y de las personas mayores, la preparación de las comidas, la limpieza y arreglo de la casa y muchas otras, se encontraba el lavado de la ropa, tanto la de vestir como la de la casa. Por supuesto, a estas tareas se unían todas las demás faenas agrícolas y ganaderas que la mujer realizaba fuera del hogar, casi siempre sin remunerar.
Las familias más acomodadas tenían entre su servidumbre mujeres que se dedicaban al lavado de la ropa, pero tanto las clases medias como gran parte de las comunidades religiosas, hospitales y hospicios, contrataban este servicio con alguna de las muchísimas lavanderas que se dedicaban profesionalmente a este oficio. La ausencia de agua corriente y del espacio necesario en la mayoría de las viviendas obligaba a las mujeres a desplazarse, a veces varios kilómetros, cargando los fardos de la ropa hasta las corrientes de agua o charcas donde estaba permitido el lavado; en la ciudad de Cáceres los lavaderos más populares eran Hinche, la Madrila y Beltrán, en el entorno del regato de Aguas Vivas, así como otros más alejados en las antiguas minas de Valdeflores, y por supuesto las charcas de Malpartida, Casar de Cáceres y Arroyo de la Luz. Cada semana, en invierno y en verano, decenas de lavanderas de estos pueblos iban andando a la capital para recoger casa por casa los hatos de ropa sucia y devolver la ropa lavada de la semana anterior.
El lavado de la ropa incluía un primer remojado de las prendas golpeándola con una paleta de madera y, después, el procedimiento de la llamada colada, consistente en hacer pasar varias veces (colar) lejía por una cuba, dotada de un desagüe, donde la ropa estaba sumergida en agua hirviendo. Esto solía hacerse mezclando el agua con cenizas, que tienen el principio activo de la sosa y la potasa, capaces de disolver las materias grasas. Tras ello, se remojaba y enjabonaba la ropa y se dejaba al sol sobre la hierba, para que de ese modo se blanqueara, después se aclaraba con agua y finalmente se volvía a tender para su secado. En las casas de los clientes, cada uno de ellos tenía marcada su ropa para evitar confusiones, y era usual que se utilizaran cartones o tablas como la que exponemos para llevar el recuento de las prendas que se llevaba la lavandera, las mismas que debía devolver una semana después; en un mundo en que el analfabetismo femenino estaba tan extendido, el sistema de recuento evitando los guarismos resultaba sumamente útil. La tabla que se expone fue donada al Museo de Cáceres en 2010 por Dña. Milagros Bornay.
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